Borges y yo

Remigio Sevigne

 

La construcción y exterminio incesante del yo es doble y atraviesa toda su obra como la sombra de la flecha surca la arena. Al borrar los límites el principio de ambigüedad toma posesión del texto. El texto, entonces, es algo inseguro.

¿Monólogo o diálogo? Es la inevitable, y tal vez retórica, duda. Transitoriamente conviene que el lector se decida por el segundo término y en tal caso acepte que se trata de un diálogo que se constituye en una estructura narrativa. Esta estructura se realimenta de una constante mutación en un juego de conversión de los términos y disolución de los límites. Entonces recordé cierta sentencia de Rudolf Steiner: Si algo se acaba, debemos pensar que algo empieza.

Para ser eso, un diálogo, es condición evitar la monotonía de la opinión unánime. Con el otro sí se puede dialogar y para desalojar el imperdonable tedio hay que oponer juicios. El enfrentamiento de sentidos marca la forma del personaje. Cargada está, pocos de sus lectores lo ignoran, la extensa historia de duplicación y diálogos, desde el clásico platónico hasta el subestimado Valéry – Edmond Teste; pasando por charlas de dioses, de muertos y de ríos.

¿Usted es una especie de Gardel?

Pero no he hecho nada para serlo.

La bipolaridad del sujeto es la causa eficiente que cifra la bitextualidad. No se trata de un texto dentro de otro texto, sino de textos paralelos. ¿Quién de los dos está escribiendo El muerto? En otro tiempo paralelo sí podía ser ese hombre en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach.

Un 24 de agosto de 1899, en la calle Tucumán, nace uno de los Borges. El que hablará de la manzana pareja: Paraguay, Guatemala, Serrano, Gurruchaga. Si a él se le hace cuento que empezó Buenos Aires, al lector se le hace cuento que empezó Borges. Un niño demasiado tímido que no perdonó a ninguno de los clásicos, así es su infancia, un chico enamorado de una prima que le lleva muchos años y que en algún juego representa ser otro. Luego esa edad en que uno trata de ser Hamlet, de ser Byron, de ser Baudelaire, de ser algún personaje de alguna novela rusa del siglo pasado y uno cultiva la desdicha. En algún momento, dato decisivo, pondrá en la cabeza de la lista a Macedonio Fernández, ése a quien le parecía una descortesía decir: Yo pienso tal cosa. El lector supone que tan sólo en parte por respeto hacia la gramática no escribe Yo y Borges.

- ¿ Cómo definiría a Jorge Luis Borges?

- No sé, no sé, estoy tan cerca, no puedo.

Tenía que escapar de ser por el otro. En ese momento, a los veinte años, cuando era atraído por los atardeceres, los arrabales y la desdicha, sentía que nadie lo tomaba en serio. Y eso era algo parecido a la humillación. La gente me veía como al hijo del doctor Borges, al nieto del coronel Borges, como al bisnieto del coronel Suárez. Era penoso eso.

Por esos años comienza a procurar ser Borges y entonces se anticipa a la pedida reescritura; pone el trabajo de crearlo bajo la divisa de Leonardo – Ostinato rigore - y a la larga conseguirá convencernos, tal vez convencerse. Ser él mismo, afirmarse en una identidad. Ando buscando la manera de salir de esta media nombradía en que estoy metido, de esta media fama de literato a quien los otros literatos leen pero que no llega hasta el público, le escribe a su amigo Jacobo Sureda. Iniciará, entonces, el juego constante entre avenirse y rechazarse. Entre ser un porteño y un romano. Un valiente o un cobarde. Tener la lápida que no verá en La Recoleta o en un cementerio de Ginebra. La decisión final que produce una inquietud no sólo de espacio: Cuando yo esté guardado en la Recoleta.

Desde el insomnio moverá una pieza pero al mismo tiempo nos hará sospechar que alguien le está dictando sus jugadas. Desdoblándose, la unidad conserva la unión, recuerda Platón en El Banquete. Desvelado, el yo no existe o existe por partida doble.

Se impone la diaria tarea de ser su cronista. ¿ Podía haber otro mejor? No tiene que ser fácil asumirse como el cronista de alguien a quien nada le ha sucedido. Nos fue abriendo datos de su remoto origen, sembrando el camino de oscuros, borrosos y fantásticos antepasados, antes de ser Haslam o Borges, vaga gente que prosigue en mi carne, dice en el poema que titula Los Borges. Esa saga que circula en los íntimos hábitos de la sangre. Al coronel Francisco Borges lo deja en el caballo, el lector lo ve, en esa hora crepuscular en que buscó la muerte.

Soy, yo, Borges, le demanda al retrato de Beatriz Viterbo. Es el Borges enamorado. Delia: alguna vez anudaremos ¿ junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en la llanura, fuimos Borges y Delia. Beatriz Viterbo y Delia San Marcos son la misma persona, nos aclara o nos confunde, según una meticulosa estrategia.

Y en el punto más alto del corazón la mujer esencial y secreta. Ha habido una relación esencial, pero no voy a dar detalles, responde. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica. ¿Quién es Ulrica? - Jamás lo diría. ¿Algo más que una imagen? Yo no recuerdo en mi vida un momento que no haya estado enamorado, recuerda.

A medida que se va apagando la posibilidad de ver, va disminuyendo serle ingrato nombrarse y sentirse nombrado. Él es el primero (estúpido pelearle la primicia, inútil llamar al plagio una reminiscencia) en dialogar con Borges.

Después, como en tantas otras cosas, será secundariamente emulado. Maradona va a salir a la cancha esta tarde, dice el propio Maradona. Con Maradona, acomodemos, comparten el mismo juego, esa calidad para las ramificaciones infinitas. La misma suerte de jugar, dentro de la cancha, dentro del texto. Sus metáforas, esas gambetas, gambitos. Impecables tiros por elevación, con chanfle. Semejantes en la suma de sus métodos y en la realidad de sus fantasías y tocados por la Mano de Dios, pese a que el fútbol es, advierte, fundamentalmente innoble, agresivo, desagradable.

¿Quién de los dos Borges contesta generalmente un reportaje?, lo interroga Néstor Sánchez. Y alguno de los dos responde: Yo trato por todos los medios de que sea el primero, pero generalmente no puedo evitar que el segundo, el Borges literato, se entrometa. Es muy entrometido.

Podría ser Borges y yo. Responde cuando Oscar Ochoa de la Maza le pregunta cuál página elegiría de asegurarle que esa página no perecerá nunca. Y para no dejar sombras de dudas, dice toda la página.

Según Denevi la posiblemente última página que escribió sería un prólogo. Cosa curiosa: en el epílogo de su vida escribir una página para comenzar, diría. En ese prólogo, fiel a su infidelidad de opinión, señala escasos textos por los que querría ser juzgado, y entre ellos no figura Borges y yo. Coherentemente nos dice que Ulrica es el cuento que prefiere, sustituyendo a su otrora por él mismo considerado como su mejor cuento, El sur.

Nos hace calcular que fue laboriosamente creando a quien se hace el protagonista de la comprometida novela que se resistió a escribir de una manera tradicional. La fue reescribiendo en el aire, oralmente. Como una música y siempre distraído en falsear y tergiversar la propia historia. Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos. El otro es Macedonio. Macedonio, el de la mente metafísica y el rostro afilado, óseo, tan parecido al de Valery. Uno lo adjudican a Macedonio Fernández, el otro a Santiago Dabove: Hijo, trata de evitar arrepentirte como yo de haber tenido hijos. Macedonio que vivía en pensiones y Santiago que vivía en la casa donde había nacido, en Morón. Podemos, mejor dicho no podemos evitar pensar en esa imagen, por él mismo reiterada, de Macedonio con su guitarra, un unánime (uso su palabra) rasgueo, un rasgueo que en un momento se agota y se repite. Creación y erosión.

Él es su propio Hacedor. Por no ser un dios tiene vedado, por algún dios, hacer un hombre de la nada. Por ser un hombre puede hacer un personaje. Un personaje que no se atreverá a ser Don Quijote, con frecuencia anonadado por la desdicha, temeroso de un brusco dolor físico, condenado a la nostalgia del presente. Un personaje que en algún momento sabrá para siempre quién es. Un personaje que cargará con el mismo nombre. Un personaje que se enamorará de una mujer incógnita, con su aire de tranquilo misterio y de quien sólo conocemos el nombre, Ulrica. ¿Vale la pena, conviene, saber quién es, en realidad, Ulrica? De ninguna manera. Lo que conviene es pensar que es el amor de Borges. ¿Podría ser Beatriz? Por qué no. ¿Si a mí se me ocurriera ver en ella a Dulcinea, estaría ciego? En cierta forma. ¿Acaso tuvo el mismo destino que Susana Soca, abandonada ante ese tigre, el Fuego?

Borges y yo. ¿Cuál es el que escribe los cuentos, cuál es el que escribe los poemas? Bioy supo y no se lo ocultó que su poesía carecía en cierta medida de fe poética. ¿Cuál es la distancia exacta entre el poema de los dones y la noche de los dones? ¿Entre El Hacedor y El Hacedor? De mi puño a su corazón la distancia era igual.

Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre. ¿A qué se debe este Borges si durante todo el relato el vocativo ha sido ustedes, recordarán ustedes, a ustedes? Se debe a Borges. A que la fama se expande. Una fama que no acabo de comprender, terminará el poema.

Poco a poco le fue dibujando los rasgos. Hasta llegar al trazo definitivo. Sí, es verdad, hay un momento en que uno sabe para siempre quién es. Lo supo esa tarde, al salir de la casa rosada. Lo supo para siempre cuando escuchó: ¡Pero, che! Mis ojos no pudieron verlo, pero mis oídos supieron que esa era la voz de padre.

La voz que le llegaba como aquellos días de la septicemia. Cuando la fiebre era la que borraba los límites y la memoria era la llanura. El yo y el otro, el yo y el yo-no fueron temas que de manera persistente ocuparon el tablero, ese otro laberinto de la noche. El yo no existe – sólo existe el yo. Si el yo no existe, no existe la muerte. Si el yo existe doblemente, existe la otra muerte. La otra muerte. El tigre dentro del frasco. Mi muerte, la muerte de Dalhman. La muerte de Borges.

En uno de sus varios poemas sobre el agradecido ajedrez enumera las piezas con nombres y epítetos, todas las piezas menos el caballo. ¿Se ha desbocado y el que escribe es el perdido jinete cuyo verso casi no toca al Coronel Francisco Borges? Tal vez se perdió en una carga en tierras de Bretaña.

-¿Usted sería capaz de suicidarse?

-No soy tan valiente. A pesar de que tengo suicidas en mi familia.

El otro como destrucción y deseo. La identidad ante una confrontación directa entre el yo y el otro. Yo que anhelé ser otro, queda en el Poema conjetural. Eres el otro yo de que habla el griego. El otro, el muerto.

El otro es otro yo inexistente. A mí me parece más importante la vida de Quiroga que lo que escribió. Todo lo contrario de mi caso. A mí nunca me ha sucedido nada.

Groussac o Borges Dos habitantes de los libros. Pero el otro puede ser alguien que vivió en el riesgo, que estuvo presente y actuando en los acontecimientos decisivos del siglo, que recibió sin concurrir el Nobel. Alguien con el que puede establecerse, sin embargo, un punto de flexión. Este punto es la teoría de la experiencia. Todo lo que he escrito ha salido de mi experiencia. La conocida frase de Hemingway se puede también adjudicar al autor de El Aleph. La diferencia consiste apenas en la índole de la experiencia. En un safari o en una biblioteca. En tener un padre que te dice que te dediques a escribir, que no hagas ningún otro oficio o tener un padre que te regala, que pone en tus manos un arma. De todas maneras lo que importa es lo que hacen con la experiencia. En el caso de los grandes narradores diluyen la experiencia en la experiencia del lenguaje. Uno y otro poseedores de dos de las grandes prosas del siglo. No es poco coincidir en el año de nacimiento y tal vez en la última decisión. Si algo tiene el lector para lamentar es el no poder leer en castellano El viejo y el mar en un trasiego que nunca podría ser considerado una traducción.

Recordemos una apreciación sobre Joyce: el escritor más importante en cuanto al idioma. Y luego sobre Finnegan’s Wake o Wark in Progress, diecisiete años para escribirlo, veinte para traducirlo y una eternidad para que nadie lo lea. En el caso de Joyce también se cumple la ley de la experiencia; poniéndonos de acuerdo en que su experiencia original es el lenguaje. Dicen que era un gran conversador, aunque esto no sea decisivo. Macedonio también lo era, claro que con una notable economía de palabras. En más de un consumidor la fácil felicidad de su expresión ha atentado contra el reconocimiento hacia la originalidad de sus juicios y observaciones. Nos quedamos absortos ante el brillo, encandilados no vemos más que el fulgor. Y además de sentirnos responsables extender la responsabilidad del otro.

De Beckett dice que no le interesa en absoluto, que es un pecado leer a los autores aburridos. Gotas de silencio a través del silencio, ¿es, en verdad, aburrido?

La saga prosigue. Un gran escritor también debe palpar que no todo es lenguaje.

Los astrónomos nos han hecho saber que hay estrellas dobles y son aquellas que giran en una órbita alrededor de un centro de masa común. Cuando una se aleja de la tierra, la otra se acerca. En la que se aleja las líneas de su espectro se desplazan hacia el rojo, en la que se acerca hacia el violeta. Al lector se le hace cuento que empezó Borges lo juzga tan eterno como el verso y el sueño. ¿ Fue mi voluntad hacer un arquetipo? El sujeto se abre hacia el personaje que crea en una exploración planeada, sostenida, controlada. ¿ Hasta dónde es el Hacedor atrapado por su creación? ¿Nos encontramos ante otro extraño caso? Estamos ante la novela oral. Uno puede entrever que ya no es necesario leerlo para conocer su obra, puesto que harto ya ha sido comentada, difundida, exprimida.

La novela está disuelta en todos nosotros sin necesidad de haberlo leído. En nosotros transciende. Es en los aspectos formales y no en sus opiniones donde realmente se impone el Hacedor. Como los grandes escritores en sus mejores relatos consigue que la totalidad sea el mito.

En el eterno insomnio escucha el eterno rasgueo de Macedonio y siente el eterno fluir de su mente. Sus hitos obsesivos, el yo, el tiempo. El yo, según el Budismo, es un yugo, explica en una conferencia. ¿ Cómo librarse de semejante yugo? Arrancando la flecha. Porque la flecha es la idea del yo. En el prólogo a los cuentos de Dabove comparte la idea de la inexistencia del yo. El yo no existe.

Yo fui....El yo tiene un doble, o sea que de manera paradojal no existe doblemente. ¿La inexistencia del yo implica la inexistencia del otro? ¿De dónde sale el otro? ¿Quién es el otro? El aquél. Es aquel que fue 50 años atrás. Hace mucho y por lo tanto se trata de otra persona. No es Borges quien lo ha dicho sino el otro. El hombre de ayer no es el hombre de hoy. Soy aquel otro que miró el desierto. El otro: Agosto 25, 1983. Yo también – dijo el otro -. Por eso resolví suicidarme. El otro es el que ya no juega a ser Hamlet y está listo para enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Que es el mismo y es otro, como el río interminable. El sujeto metamórfico.

Tenía que ser alguien, y fue Borges. No impunemente se finge Borges, se termina por serlo. Lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro, que retorcían a cisnes de lata. La Luna corre al Sol. Porque la Noche es el yo y el Día es el otro. Al final día y noche se confunden. Yo mismo me convertí en Borges. Súbitamente piensa: Pude crearlo pero tal vez no pueda. destruirlo. Tal vez aferrarse a una idea: el yo no existe. O existe si bien se puede apurar el fin.

Un laberinto de palabras creado por un hombre, eso es Borges. En ese laberinto, dueño el hombre de su vida, pretende serlo también de su muerte.

Con la mano nos mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz. El suicidio anticipado: La puerta de la cárcel está abierta. Es posible pensar que la cárcel es la vida, reminiscencia de la idea platónica, el alma encarcelada en el cuerpo. Afuera me esperaban otros sueños. Así termina. Los sueños de la muerte, el sueño donde el tigre es el tigre de Malasia. Y está ese otro tigre, al único que le tiene miedo, el dolor físico. Enumera las presas de los zarpazos del çáncer que aparece en Kipling y sus cuentos, que derrumba a Ricardo Güiraldes, y enmudece a Victoria Ocampo, que hace que José Ingenieros se suicide. Dios ocúpate de los dolores de mi cuerpo, que yo me ocuparé de los tigres de mi alma. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Padre murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Estamos ante la famosa elegancia en el sufrimiento. En parte para hostigarnos responde: Hemingway se suicidó cuando se dio cuenta de que no era un gran escritor.

En la saga se llega a la humillación de la vejez. A los 81 años no queda más remedio que elegir entre el suicidio y la longevidad, se lamenta. La longevidad borraba el reconocimiento, como madre que no reconocía al almirante Rojas y que no hacía más que consumirse a los 99 años. ¿Acaso quiso decirle a su amigo Bioy que había optado por el tardío primer término?

Quisiera morirme hoy mismo y no tengo la suerte que tuvo Beppo. Aunque a lo mejor sí: ahora que estoy con gripe tal vez muera. Vamos, señor, que el peor delito que puede cometer un hombre es dejarse morir. Escucha las palabras en su casa de Charcas y Maipú. He perdido el fervor, Sancho. Decide partir y recuerda que en un cuento ha proyectado un suicidio gradual o simultáneo. También recuerda un fragmento de una carta a su amigo Jacobo Sureda sobre la que han pasado sesenta años, con Macedonio Fernández y con Dabove, proyecto urdir una novela fantástica en colaboración.

La piedra quiere ser piedra; el tigre, tigre; Borges, Borges. Pero la piedra se hace polvo; el tigre, una metáfora; Borges, ¿olvido? Piadosamente Dios nos depara sucesión y olvido. El Sur será mi sucesión o tal vez Ulrica y olvidarán la biografía de un poeta menor del hemisferio austral.

El procedimiento más simple es el más eficaz y consiste en debilitar los contornos de los términos; los límites se vuelven cada vez más frágiles hasta borrar los bordes entre Borges y yo. Procedimiento que se expande en la espaciosa noche cada vez menos diferente del día: ficción – realidad; vigilia – sueño; continuidad – ruptura; orden – caos; timidez – soberbia; consonancia – disonancia; paradigmático - único. Ya no podemos acariciarnos con las miradas; sólo nos queda hacerlo con las palabras. El 19 de mayo de 1986, veinticinco días antes de su muerte, según señala Bianciotti, escribe un prólogo donde sostiene que no le parece impensable que Borges y yo perdure en una antología del porvenir.

Persistente no ha dejado pasar oportunidad que se le presentaba para alimentar un dato y al mismo tiempo pulir con otra línea el desconcierto. Imponiendo marchas y contramarchas, avances y retrocesos, desvíos en el laberinto al lector que sacudido razona que si el escritor tiene su doble, por qué razón él no lo va a tener.

Ahora lo mismo da que fuera yo o el otro el que vio matar a Moreira. El itinerario comienza en el acto, luego transcurre en esa suerte de cuarta dimensión que es la memoria, luego se fija en el relato. Imaginemos que se trata de una pesca: el acto es el pez pescado en el mar de la memoria. Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Cuando se trata de uno de los grandes pescadores, el lector sentirá que está vivo, que vibra un centelleo de luz en un río suspendido en el cielo. Entonces uno bien puede decir que el resto es silencio. Inventa, sin lugar a dudas, desde el río de sueñera y de barro a la de altura, de aguas internacionales, un nuevo estilo de pescar que otros no podremos dejar de seguir.

Como dice Ibarra: Le ha sucedido sobre todo Borges. Una edificación que invierte la correspondencia de los términos: se pasa a ser un padre de Borges, el padre, que era un señor argentino, decidió llevarse la familia a Europa, habrá pensado, como Henry James, que vivía en un país bárbaro; a ser un abuelo de Borges; a ser un bisabuelo de Borges. Ser la madre, ser la mujer de Borges.

No sé cuál de los dos escribe esta página. El lector de Borges dice de él, lo que él dijo de Kafka: es inclasificable. Agreguemos: es inclasificable porque sus textos que dejan un surco en el yo del lector, lo son, no por otra cosa.

Vibrante en las espadas y en la pasión

Y dormida en la hiedra,

Sólo la vida existe.

¿Cuál de los dos escribe este poema?

Llegó, solo, a la hora convenida en su despacho de la Biblioteca Nacional de la calle Méjico. Ese 2 de junio de 1962 el lector hizo a su lado, su mano en su brazo, las cuadras desde la Estación de La Plata hasta el viejo Departamento de Filosofía de la calle 46 donde con su inconfundible dicción hablará sobre La aventura de Joyce, sobre su fabulosa capacidad lingüística, como la caracterizó Wilcock. En esas cuadras escuchó versos de Almafuerte y de López Merino. López Merino se colocó frente al espejo y se disparó. ¿Sabe por qué mi amigo Panchito se puso frente al espejo? Así el que se mataba era el otro, ¿no? . Yo me disminuyo dentro de un sueño donde el tigre de Malasia, no el erudito, silencioso avanza.

La novela se aproxima a su fin. No puede negarse la posibilidad que sea la novela que el padre había escrito y que antes de morir le pide al hijo que la reescriba. En el frasco vacío antes estuvo el tigre, era su contenido. El endecasílabo anuncia: Soy el que habré de ser cuando esté muerto. Comprende que la desangrada luna será el epitafio. Comprendo que soy el venado y ya el tercer tigre se acerca. Sé, también, que no estoy soñando. No juraré que no he muerto, como no lo hizo Francisco. No es un sueño, si fuera un sueño lo vería.

Sé que volveré a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo. Ginebra por varias razones: por su modestia. Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Por el incapaz regreso a aquellos años de los Cantares de Heine y del diccionario alemán-inglés. Por esta foto, sentado, los párpados bajos, madre a su izquierda, a la derecha Norah, detrás, de pie, padre con una expresión en el rostro notablemente parecida a la de Roberto Arlt. De manera fundamental, advertimos, Ginebra por la distancia de Buenos Aires donde no se podría evitar la larga y renovada cola, porque ahora sí ha llegado al público, porque ahora se ha convertido en un Borges público, esa silenciosa cola para ver ese aire de cachivache que tienen los difuntos. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Lejos del coro de fieles en el cementerio de Saint Georges sí se puede descender a la casa de tierra silenciosa, anónimamente, rehusando la pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios. En Buenos Aires no hubiera estado libre de padecer el mismo destino de seres aborrecidos. Que ni el espanto de la muerte nos una. Pero has vuelto con el corazón latiendo.

Ella, la noche, teje y desteje y Borges no llega. Cuando al fin se acerca, harto de prodigios, se pone a llorar. -Por el gran río de esta noche volverás a tener la pesadilla que se repite en las últimas noches, leo (por eso sé que es un sueño, me repito) sobre mi lápida Yo siempre he estado y estaré en Buenos Aires. Luego, cuando hayas tomado tu decisión, le hablarás a tu amigo – dijo mi padre. El otro se enoja si lo llamo Edipo, no comprende que no lo hago por madre, sino por los ojos. Yo tuve un propósito visual y quise hacer con mis textos una superficie de imágenes. Comprendo que el oráculo ha perdido la voz, como yo he perdido la vista. Tal vez el doble sea una modesta forma de superar la humillación, así el humillado es el otro.

El ciclo finalmente como el círculo tiende a cerrarse, fatal y pertinente culebrilla, cuando decide terminar con Borges. Haré saber que todavía no lo he conseguido. Como no he conseguido ser feliz. La desdicha no hay que ir a buscarla porque viene sola. La gloria se compra con la desgracia, dice Fernando Pessoa. Si algún elemento (rasgo) es el propio de uno solo de los términos, ese rasgo (elemento), sin duda, es la desdicha. El único campo en que los términos no se confunden. Siempre está a mi lado la sombra de haber sido un desdichado. La otra muerte. Mi muerte, la muerte de Borges. En alguna de las dos escucho la música callada de Macedonio, la voz de mi padre que está muerto. Sólo en la realidad pasan esas cosas, dicto. Esta tarde he decidido que mi hálito nunca más empañe el clausurado espejo. Esta tarde quiero –tanto deseo – que la generosa cortesía que acompañó a Elvira de Alvear hasta el fin de su jornada, como en un espejo en mí se repita. Cuando descienda a la última sombra habré muerto y Lugones tal vez quiera aceptar mi dedicado libro. ¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanza de andar, de amar, escribe mi amigo Santiago Dabove. El diálogo, finalmente, se convierte en monólogo. Macedonio regalaba al otro su idea extraordinaria. El otro la guardaba, luego la usaba. Es otra vez la hora crepuscular en que busca la muerte. Yo me detendré como en un retrato de Velázquez que vi en el Museo del Prado cuando mis ojos tenían poco más de veinte años, no se trata de un parecido físico sino de una común intensidad en la expresión, una sonrisa donde está vigente la tristeza, yo me detendré pero él seguirá en el movimiento de la historia. Seguirá con sus citas, una de sus incurables manías; por mi parte la última: William Wilson, dialoga: Tú has vencido y yo sucumbo; pero en adelante tú estarás muerto también, muerto para el Mundo, para el Cielo y la Esperanza. En mí existías, y ahora puedes ver en mi muerte, por esta imagen que es la tuya, cómo te has suicidado irremisiblemente.

Padre, estoy por terminar tu novela. No he podido hacer más que un borrador, como es toda vida.

No sé quién de los dos escribe este ensayo. Podría ser la frase de cierre, superficialmente ingeniosa, si se quiere. Alguno escucha débilmente los últimos cantos de las campanas de la tarde cuyos ecos profundos son los cantos de las sirenas. A menos, y en este único punto radica su salvación, que el Otro sea el Lector, el lector que atraviesa las páginas sin favores calumniosos, el lector que recuerda un verso de César Vallejo murió mi eternidad y estoy velándola, el lector que vacila al sospechar que puede ser un sueño del escritor y entonces escribe: Porque antes que se borre su luz te venceré y te borraré, Magnus Borges.

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Publicado en GESTO Y PALABRA, Otoño 1999

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