El Analista

Mariana Richardet

 

Semana tras semana, durante casi un año. El mismo día. Los martes. A la misma hora, después del mediodía. Nos encontrábamos. Un hombre, una mujer y yo. Los tres sentados en la sala de espera. Los tres esperando que llegue el analista, que termine de jugar su partido de golf. Casi siempre se excusaba por la demora diciendo que debía levantar el handicap y estaba a punto de lograrlo cuando se acordaba de sus pacientes. De sus pacientes, esperando que recoja los palos, que busque la pelota que se le perdió entre los árboles, que arranque el autito. A mi me aliviaba saber que cuando me tocaba el turno ya había lustrado los palos, comprado nuevas pelotas y dado unos cuantos tiros. Entonces se lo notaba más concentrado y parecía olvidaba de a ratos el dolor de las articulaciones.

Aún no entiendo qué es lo que me hizo seguir yendo. Mi estado psicológico no cambió en nada. Continué en misma línea de pensamiento. Un odio generalizado hacia todo y aún más acentuado si tiene que ver con el trabajo. Y no es que no me guste trabajar, sino que no me incentiva la manera en que lo hago. Y eso, sin mencionar lo que me produce ver al jefe, las secretarias y el resto del personal. Un día me escapé, mientras esperaba por mi turno, cuando descubrí que era muy probable que mi jefe y mi analista jugaran juntos al golf. La sola idea de encontrármelos juntos me llevó a salir corriendo del lugar. Después averigüé que iban a clubes diferentes. Por eso volví. Pero no. No fue por eso. Mentiría si dijera que no volví a sentirme una recolectora que transpira para la reina. Volví porque me intrigaba saber qué pasaba en las vidas de esas dos personas que necesitaban estar ahí. Ese hombre y esa mujer. Por la que espero y por el que me espera. La que lee y el que no se cansa de mirar. Ellos, los dos juntos, son a las únicas personas que me trasmiten una sensación agradable. Les tengo una cierta simpatía. Siento que el estar acá, en esta sala, nos pone a los tres a salvo de algo. De que no sé. Pero me gusta que coincidamos. Que compartamos esos largos ratos, en silencio, bajando y subiendo la cabeza, mirándonos sin mirarnos, investigándonos los movimientos, sacando y poniendo cosas de la cartera, del maletín, descubriendo el autor del libro que lee el otro. Supongo que me relaja encontrar un lugar donde el alter ego no puede entrar y supongo que esa es la razón por la que empezó a gustarme la idea de esperar. Mientras lo hago me siento lejos de las obligaciones, de las exigencias, y sobretodo de la productividad. No había experimentado antes la sensación de dejar pasar el tiempo sin temer perderlo. Algo así como dejarlo ir sin tener que modificarlo, acortarlo, alargarlo. Algo así como quedar afuera de una carrera en la que no solo no quiero ganar sino en la que tampoco quiero participar. Pero ese atajo, ese intento por desviarme desaparece cuando el analista abre la puerta, me llama por mi nombre y yo vuelvo a sentir que un numero equis cuelga de mi espalda. Y entonces es cuando comienzo a hablar y enumero casi verborrágicamente la cantidad de motivos que tengo para odiar. Digo que odio, siento que odio, pienso que odio ser un número, de teléfono, de documento, de empleado, de cuota, de ingreso, una hora en la agenda de otro, varias horas residuales, uno número que se suma a otro en pro del progreso, la productividad y la calidad de vida. Y cuando termino repito varias veces que odio ser una brevedad, breve tan breve que me espanta. El terapeuta no se ríe, pero yo siento que en el fondo lo hace. Se echa para atrás y me mira con cierto aire de superioridad. Yo, me inclino hacia adelante y espero una respuesta, que no es la quisiera escuchar. Me habla, se cansa de hablarme en un lenguaje que sólo él entiende, me dice que sólo es cuestión de tiempo. Y vuelve el tiempo a meterse conmigo o yo a meterme con él. Y le pregunto que de qué me habla y se jacta de que yo no entienda y yo sí entiendo sólo que hay cosas que me gustaría que él comprenda. Pero no va hacerlo. Me gusta pensar en lo que él piensa. Me gusta saber mientras juega al golf, entre tiro y tiro de vez en cuando piensa en lo afortunado que es. Seguramente él cree eso. Creo que se lleva bien con el mundo que lo rodea, que ha sabido adaptarse y que quizás todos los pacientes que esperan no puedan acceder a eso. Lo dicen sus libros, lo dicen sus ensayos, lo dice el título que cuelga detrás de él, la biblioteca que se extiende por toda la pared. Y más disfruto cuando descubro que sus intenciones son las de hacerme entender que ese mundo es real. Quizá porque sienta que en ese momento siento que se lo esta repitiendo a él mismo y la brecha que nos separa es tan breve como la brevedad de mi mundo.

Entonces mira el reloj, entonces acaba la sesión y espera que le pague y espera que me vaya y que entre el otro, el hombre que me sigue, para seguir convenciéndose de que a través del él podemos, aunque sea momentáneamente, rozar la realidad.

 

Una tarde llegue antes. La mujer aún aguardaba. Me senté frente a ella. La mire varias veces pero ella nunca me devolvió la mirada. Entonces después de toser, después de intentar llamar la atención, le pedí que me alcance una revista. Luego de un rato comente que eran siempre las mismas, que podrían cambiarlas. La mujer mi miro pero luego bajo la cabeza. No dijo nada y yo no volví a hablarle. Pensé en ella mientras estuvo dentro. Pensé en lo que podría pasarle. Seguramente no venia acá a descargar su odio, lo de ella se parecía mas a la falta de el. Pero tenerlo o no tenerlo es básicamente lo mismo. Luego llego el hombre y se sentó en el lugar que la mujer había dejado. Abrió su maletín y saco un libro. Leí sobre la cría las cabras. Me resulto curioso que alguien se interesara por eso. Pensé en que quizás conversaban sobre las cabras durante la sesión. Pensé que bien podría suceder que analista hiciera una asociación entre las cabras y las personas o sobre la vida del hombre y la vida de la cabra. Entonces fue cuando me toco entrar a mí. Cuando di varias vueltas antes de empezar a hablar, cuando discretamente le pregunté por la mujer que estaba antes que yo, cuando el terapeuta me respondió que la vida de los otros eran partes de sus secretos profesionales. Y lo odie. Lo odie porque me resultó confuso que alguien pudiera tener como secreto la debilidad de las personas. Qué traía hoy me preguntó. Y yo lo mire y le dije que traía lo que estaba viendo. Luego le pregunté qué podría haber tomado, conseguido, descubierto en tan solo siete días, que no fuera un número. Le conté que la semana pasada me había salvado de convertirme en el empleado del año. Le dije que estaba cansado de las estadísticas, de los censos, de los prorrateos, de los cálculos, de las cuentas. Que en el trabajo me habían descontado el sueldo porque los resultados de una encuesta que me hicieron no daban con el perfil esperado. Me miro desorbitado. Trató de hacerme reflexionar, de trasladar un teorema a mi vida y me habló de la suma de las partes, de los polos, de mi odio como producto de mi falta de amor. Y me habló de matemática pura, de ciencias exactas, para llegar a raciocinio. Me dijo que quizás mi solución estaba en encontrar el vértice en donde se toca lo lógico y lo ilógico, lo flexible y lo rígido. El amor y el odio. Entonces comprendí que no me estaba entendiendo. Yo no quería buscar el vértice, ni las analogías, ni las similitudes. Supongo que era algo más simple que eso. No entrar en las estadísticas, quedar fuera de los prototipos, ser ajeno a los objetivos corporativos, desconocer el significado del éxito y volver a mi casa y antes de cerrar los ojos poder creer que mañana va ser distinto. Distinto a qué me preguntó. No sé le dije. Y me fui corriendo al trabajo porque no me gustaba llegar tarde.

 

El martes siguiente me encontré con la mujer nuevamente. Me senté a su lado y luego de un rato descubrí que la revista que leía estaba al revés. Pensé mucho antes de hacérselo notar. Cuando lo hice me miró y se rió. Me dijo que no estaba prestando atención. Que se había quedado pensando en otra cosa. Inmediatamente después me dijo que tenia razón, que nunca cambiaban de revista y que el doctor debería reparar en ello porque era mucho el tiempo que nos hacia esperar. Me sentí aliviado al escucharla. Luego comenzamos a hablar más confiados. Hablamos del psicólogo, de lo gordo que se estaba poniendo, del golf, de un curso de bonsái, de las terapias japonesas, de las ciencias ocultas.

 

Antes de entrar a su sesión me confesó que era locutora en una radio evangelista. Fue él único trabajo que encontré, comentó entre risas. Luego me quedé sólo tratando de imaginarla detrás de un micrófono, entrada la noche, leyendo un salmo. Aquella madrugada logré encontrarla en la frecuencia radial. Mantenía una pelea por aire con un testigo de Jehová.

 

El martes siguiente no la vi, pero intercambié unas palabras con el hombre. Me percaté de lo obsesionado que estaba con el tema del trabajo, porque lo primero que le pregunté fue a qué se dedicaba. Se rió antes de contestarme. Como lo había hecho ella y traté de entender que era lo que producía tanta gracia. Yo ante una pregunta así ponía mala cara. Hago de todo un poco, confesó. De todo un poco, pensé. Como es hacer varias cosas, un poco de esto, un poco de aquello, un poco de nada.

 

Detesto la tiranía con que se suceden los días. Detesto estar parado debajo del mismo techo esperando que pase el colectivo, cada mañana. Detesto saludar sonriente al gerente, al supervisor, al que le sigue. No puedo decir que no me gustaría odiar. Hay algo en mi odio, una satisfacción, quizás. Saber que todavía siento algo. Y si ese algo me mantiene agitado, tenso, irritable, no importa. No importa volví a repetir. El analista, que se había mantenido en silencio, observando el movimiento de mis manos, la tensión de mi cuerpo, de la fluctuación de mi voz, dijo que debía intentar transformar mi odio en bronca, mi bronca en fe, mi fe en felicidad. Y entonces le pregunté si después de toda esa cadena de sucesos, de sentimientos indefinidos, existía la felicidad. Claro, me dijo, claro, tan seguro, que por un momento pensé que él mismo era el gestor de mi felicidad. Hubiera querido decirle en ese momento que a él también lo detestaba pero habría sido una mala forma de acabar.

Una vez me tranquilicé, una vez que respire hondo y pude volver a mirarlo, le dije que yo no estaba ahí, frente a él, para saber del amor ni para averiguar si existía la felicidad, sino para descubrir si mi odio hacia las cosas que me molestaban podía desligarme de ellas finalmente. Pensalo vos, me contestó. Supongo que no se animó a decirme que no lo sabía. O que ello no sería posible.

Sin embargo no lo pensé, traté de olvidarlo en esa sala en la que esperaba mi turno junto a ese extraño hombre y esa extraña mujer. Logré que también se conocieran entre ellos. Los martes siguientes nos juntábamos los tres un rato antes a conversar. Ella nos relataba historias de radio, él no contaba de los rebaños, de la higiene y el cuidado de las ovejas. Yo, me divertía describiendo a mis compañeros de trabajo. Nos reíamos de ellos. Nos reíamos de todo, a veces de manera sarcástica. Pero no importaba. Lo que importaba era la historia que nos contábamos. Simplemente eso. Un día, una hora, un lugar. Una palabra, una idea, una historia. Inventada, real, fabulada. Puedo decir que no sabía realmente quiénes éramos. Debo reconocer que esas historias muchas veces carecían de sustento, pero un día descubrí que lo que realmente necesitábamos era contarnos un cuento. Que un narrador nos fuera relatando la vida de una persona, como ella, como yo, como él, que al cerrar los ojos descubriera que debajo de sus párpados estaba el sueño que quería soñar. La vida de una persona en la que pudiéramos identificarnos. Tu mal y el mío, tu sueño y mi sueño, tu vida y la mía en algo se parecen.

 

Si yo fuera el narrador del cuento de nosotros tres, creo que daría por finalizada la historia aquí. Hasta daría lugar a una moraleja. Pero no ahí no terminó. No creo que pueda comprender que nos pasó. No creo haber estado antes tan cerca de una posible solución. Supongo que a ellos dos les pasó lo mismo. Pero era irreal creer en la seguridad que encontrábamos en nuestra propia invención.

Un martes, uno de todos esos martes ella propuso que abandonáramos la terapia. Que a cambio, nos juntáramos en otro lado y sin gastar plata, conversáramos sobre nuestros problemas reales. Y si queríamos un día hasta podíamos invitar al analista. A él y a mí nos pareció una buena idea. El plan lo llevaríamos a cabo el martes siguiente. Cada uno le confesaría al terapeuta lo ocurrido en la sala de espera el último tiempo y presentaría la renuncia inmediata. Me pareció interesante lo que dijo. Renunciar. Si yo podía renunciar a mi terapia, quizás algún día pudiera hacer lo mismo con mi trabajo.

Ahí estuvimos el martes siguiente. Llegué cuando ella entraba.

Cuando me tocó el turno estaba nervioso. Le dije al terapeuta que quería decirle algo. No había en su rostro ningún signo de asombro. Con esa parsimonia que lo caracteriza se acomodó para escucharme. No pude hablar. Por un buen rato no pude hablar y él no me dijo nada. Nos quedamos callados por un largo rato. Ni siquiera nos mirábamos. Estábamos ahí, quietos, casi estáticos. Me sentía confundido y esa sensación de paralizaba. ¿Qué era a lo que estaba por renunciar? ¿Qué iba a ser después? ¿Y si me arrepentía? ¿No podría volver con este analista? ¿Y quién conocería mejor mi patología? ¿Y qué verdad le iba yo a contar a los otros? Se espantarían, o terminaría por odiarlos a ellos también. Quién quiere parecerse, me pregunté, al cabo de un tiempo descubriría que la verdad de los otros también me lastimaría. Y yo no quiero saber de los otros. ¿Y cuántas historias más podríamos contarnos? ¿Y qué va a pasar cuando comience a filtrarse en los cuentos la realidad? ¿Y qué hay con el orden? ¿Qué haría en el desorden? ¿Qué haría con la hora de los martes? ¿Me sobraría, si un día los otros dos cancelaran nuestra cita? Y si renuncio acá con idea de ir de a poco renunciando a mi trabajo, a los números, al escaso tiempo, qué haría con tanto tiempo, donde concentraría mi odio, como pagaría las cuentas, cómo recordaría las fechas, los teléfonos, el documento, las vacaciones? ¿Cómo sabría si el mundo esta progresando?

No hablé en toda la sesión y cuando salí él estaba ingresando a la sala. Ella ya se había ido y yo no esperé a que saliera él. Tampoco los llamé durante esa semana. Tuve intención de hacerlo pero decidí esperar a que alguno de los dos lo hiciera.

El martes siguientes volví, con un cierto temor a encontrarme solo. Pero la vi a ella, lo vi a él y pese a que no nos hablamos sentí que mi mundo, mi breve mundo recuperaba el sentido.